¡Cómo me gusta el verano! Es la temporada del año
que más afortunada me siento. Lo digo de veras, pensad que, mientras
hay gente que se traga atascos interminables bajo un sol de justicia para
llegar al pueblo de vacaciones de turno a pasar unos días en la
playa, torrándose al sol, disfrutando de su cerveza en el chiringuito,
bañándose en el mar, comiendo helados a media tarde en las
heladerías de los paseos marítimos, cenando en terracitas
al aire libre y saliendo de copas hasta altas horas de la madrugada, los
pobres, mientras eso pasa, decía, yo estoy, tan ricamente, en el
metro de Barcelona, que va vacío, en la oficina a 20º de media,
con rebequita y el moquillo colgando (al final me tendré que poner
calcetines con mis sandalias de tendencia étnica para que no se
me hielen los pies), pegada a la pantalla del ordenador, o en un centro
comercial cualquiera mirando los escaparates de las rebajas. Vamos, que
tengo tanta suerte que no me lo creo.
—Ni te lo crees tú ni me lo creo yo, que mientes más
que alienta un tocino.
—Ella qué fina… Julieta, no estoy
mintiendo, me estoy autoconvenciendo de que el miserable modo en que paso
los días del verano es, en realidad, el mejor modo de hacerlo.
—¿Y funciona?
—Pues no mucho, la verdad.
—Estás trastornada.
Y es que el verano y el calor se convierten en importantes elementos
trastornadores. Miren si no lo que sucedió en Jaén, hace
unas madrugadas, cuando un enfermo mental se fue al hospital Materno Infantil
sobre las 05:00 horas y, tras colocarse una bata blanca de médico
y colarse por urgencias, entró en una habitación de la séptima
planta, donde lloraba un bebé recién nacido, haciéndose
pasar por psicólogo y, tras enterarse de lo que sucedía,
dio a la madre y a la abuela del bebé una charla sobre los beneficios
de la lactancia materna acompañada de algunos consejos y técnicas
de relajación.
—¿Para el bebé?
—No, para la madre, que tenía algún problema.
—Algún otro además del de estar a altas horas de la
madrugada, recién parida, con tu bebé llorando, tu madre
añadiendo a la situación la dosis de angustia que consideraba
óptima y un médico de pacotilla soltándote la charla.
—Eso parece.
—Es que la situación es para estar nerviosa, ¿o no?
La movida no se aclaró hasta el día siguiente, cuando la
abuela del bebito llorón, que trabaja en ese hospital como enfermera,
bajó a la cafetería a la hora del café con las colegas,
comentó con extrañeza que había un psicólogo
de guardia en maternidad por las noches y, claro, se descubrió
el pastel.
—No sé qué me habría parecido a mí
más extraño, si que hubiera un psicólogo conferenciante
por las noches o saber que había conseguido eludir las urgencias,
sin estar esperando mil horas en la sala de espera.
—Tienes razón Tío Ra, si ya de normal
te tiras un buen rato…
—Digamos que de media a toda la noche.
—… en verano, entre golpes de calor, insolaciones, cagueras
estivales y medusas, las urgencias son una caña.
—Sin limón y caliente, que ya es mal trago.
El caso es que identificaron al falso médico como un enfermo de
Salud Mental en régimen abierto obsesionado con la medicina. La
paciente y la acompañante decidieron no poner denuncia porque el
individuo había sido muy amable y los consejos muy útiles.
—¿Qué les diría?
—Cualquiera sabe, probablemente que se relajase, que si se tomaba
con esos nervios la primera noche de la vida del niño, no querría
pensar qué sería del resto de las noches de su vida.
—A mí me dice eso y le denuncio, aunque sea un psicólogo
de verdad.
—Pues les diría otra cosa.
En fin, el verano que se llena de historias raras, raras, raras.
—Yo tengo una buenísima.
—¿Sí? Cuenta, cuenta Tío Ra.
En Dallas, creo, sucedió hace unas semanas que…
—Subastaron el sombrero de JR.
—No tiene nada que ver, a ver si te crees que JR
es lo único que hay en Dallas.
—Que yo sepa sí.
Lo que pasó fue que a una ambulancia que transportaba un cadáver
hasta el centro hospitalario que fuese…
—Sería el de Dallas.
—Muy probable, sí.
… por un fallo en el sistema de cierre de seguridad, se le abrió
el portón trasero…
—Y se le coló un enfermo mental disfrazado de médico.
—¿Pero qué dices? Se le cayó el fiambre en
medio de la autopista…
—Salió corriendo y le pilló un camión de piensos
para animales de granja.
—¿Te quieres callar ya y dejar de interrumpirme que me estás
rayando?
—¿A que jode? Pues esto aguanto yo semana tras semana, que
lo sepas. Anda, ve acabando que esto parece la Historia Interminable.
—Y tú la niña de El Exorcista.
—Tío Ra que me estás calentando.
—No soy yo, es el efecto invernadero.
—Tío Ra por todos los coleópteros
del mundo animal, termina de una vez.
—Sobri, cómo te pones. ¿Por donde
iba?
—Tenías al fiambre en medio de la carretera.
Ah, sí, allá se quedó, con camilla y todo, envuelto
en su bolsa de plástico plateado hasta que pasó una conductora
que, al rebasar el bulto para adelantarlo, vio salir por una esquina un
pie con una etiqueta atada al dedo gordo y casi se infartó. Aceleró
para buscar un sitio donde parar y llamar a emergencias a dar el aviso
y, en plena carrera, sobrepasço, como alma que lleva el diablo
a la ambulancia responsable. El conductor de la ambulancia alucinó
cuando la vio llegar a toda velocidad y, justo en aquel momento se percató
de que llevaba el portón trasero abierto. Ató cabos y ya
está.
—Vaya historia.
—Y tú que lo digas.
—Lo que no pase en verano.
—Pues pasará en invierno, ¿no te parece?
—La verdad es que sí.