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22 de junio de 2004
Susto, muerte y entropía
Muerte erudita y consciente
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Hace meses, tantos como una veintena, que aquí no
se apelaba a la Ley Universal que todo lo explica, a saber la Segunda Ley
de la Termodinámica. Como casi todos ustedes sabrán, ésta norma, enunciada
por Sadi Carnot en 1824, establece que la evolución espontánea de
todo sistema aislado se traduce siempre en un aumento de la entropía, es
decir, que la tendencia natural de las estructuras aisladas es el desorden,
el caos, y por tanto, la tendencia de la materia en los procesos irreversibles
es la degeneración. Dicho de otro modo, y citando a un biólogo español,
la muerte es lo más probable. Carmen Martín Gaite usó esta evidencia
científica y le dio la vuelta al enunciado para titular una de sus obras
Lo raro es vivir. Disfrutando de esta anomalía el que empuja esta
exégesis semanal y los que la avivan con su lectura debemos convenir que
la transición hacia la entropía que nos toca es asunto intrigante
y, claro, el cine no podía permanecer al margen. Es que acaba de
estar Tarantino en Madrid diciendo que la cámara se inventó para
"grabar besos y violencia", expresión unos y otra de la entropía
natural de las neuronas del alopécico director. La ausencia, lo que no es,
carece de misterio pues al no ser ni secreto le cabe. Es el tránsito del
dejar de ser lo que resulta magnético y por eso buscamos apresar el momento
mismo en que el moribundo se vence y ya no es.
Hasta Spielberg tiene buenos
momentos
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Para un director, elegir la forma de contar una muerte es un asunto delicado.
Puede expresarla (hacerla expresa) en plano, u optar por una elipsis, pero
en todo caso, la decisión es crucial. Los actores, herederos de una tradición
trágica que nace en el teatro griego, consideran que la mejor de las escenas
posibles es una muerte tremenda, precedida de larga agonía, en la que el
tópico invita a hacer alguna revelación sorprendente o una confesión afectiva
de trascendencia aprovechando el último aliento. Otros prefieren
la elegancia de esos clásicos del cine que encuadran la sombra de una agresión,
como si ese voyeur que es la cámara padeciera un repentino arrebato
de pudor. Al margen de pronunciamientos fáciles sobre la contención de la
elipsis, esa alavada prudencia a menudo rehuye más de la expresividad de
la agresión que del acto íntimo de la muerte. Aquí, al asunto, que
no es el crimen sino el óbito mismo, conciernen otras muertes, en las que
la violencia es sólo accesorio y el repentino vértigo del vacío encoge
el estómago. Por eso contemplamos al moribundo con impudicia, por ver si
en sus ojos asoma el reflejo de la extrema nada en que se mira.
William Holden no lo vio venir
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En Salvar al soldado Ryan (1998), de Steven Spielberg, hay
muchas muertes, pero ninguna conmociona como la del oficial médico Irwin
Wade (interpretado por Giovanni Ribisi) que, con el vientre destrozado,
toma conciencia clínica de su inminente deceso. Súbitamente el color
y el pudor lo abandonan como la vida, mientras sus compañeros tratan de
engañarlo a él, por no poder engañar a la muerte. La cámara se detiene sobre
Wade, tumbado en el suelo al abrigo de los demás soldados, para retratar
sin muletas la inminente oscuridad que se lo traga. El más menudo de los
combatientes, el encargado de infundir valor al resto del comando cuando
caían heridos, resbala hacia la muerte alejado de la serenidad ejemplar
de las heroicas películas bélicas. Spielberg firma ahí uno de sus
momentos de altura como cineasta y hace la muerte patente y terrible, capaz
de incomodar a una sociedad que ha tomado por costumbre invitar a los familiares
de las víctimas a las ejecuciones de los condenados a muerte, y aun retransmitirlas.
El cine ha encontrado herramientas para lanzar al espectador dentro de la
tragedia venidera, y una de las más eficaces es avanzarle el fatídico
desenlace. La fórmula la perfeccionó Billy Wilder en El crepúsculo
de los dioses (1950), en la que William Holden comienza la cinta
declarándose muerto para luego proceder a contar con detalle los
últimos meses de su vida. Conocida la conclusión, la congoja hace
presa del espectador en el intento ulterior de Holden por abandonar
la mansión de Sunset Boulevard en la que la vanidad devino en demencia.
La estampida del disparo dicta el conocido desenlace.
Retrato generacional perecedero
(en varios sentidos)
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Sin embargo, una aprensión similar invade el patio de butacas cuando este
augurio es menos explícito, apenas una sospecha, como si una veladura fuera
retirándose para dejar ver la imprevista amenaza de extinción. Montxo
Armendáriz compuso una estremecedora secuencia en Historias del Kronen
(1994), al plasmar cómo emerge una muerte gratuita en mitad de una fiesta
de cumpleaños abandonada al hedonismo finisecular que tan honda y farisea
preocupación causa a la generación precedente, en una historia vieja como
el mundo. Aitor Merino es Pedro, un muchacho diabético al
que, en el éxtasis de la celebración, sus amigos obligan a beber,
en una de esas frecuentes conductas tribales de imposición dionisiaca. El
muchacho comienza a sufrir convulsiones y sus amigos, repentinamente alarmados
por una broma que se les ha ido de las manos, lo trasladan a un hospital.
Allí, fuera de plano, muere.
La escena es pavorosa, pero el vértigo de los acontecimientos impide reparar
en el rostro desencajado de la víctima que, aún con la botella en la boca,
es consciente del trágico curso que han tomado los acontecimientos. Sin
embargo, Armendáriz no deja al espectador huir de esa evidencia:
todo ha quedado grabado en la cámara de vídeo con la que los jóvenes jugueteaban.
Dos de ellos, los culpables del homicidio involuntario (Juan Diego Boto
y Jordi Mollá), vuelven a contemplar lo sucedido, atraídos y horrorizados.
Y el espectador, contenido el aliento, los acompaña en ese escrutinio morboso
de la muerte gratuitamente infligida, una de las más atroces y vívidas
del reciente cine español.
El crimen de Dave Bowman
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Propio de un listado menos iconoclasta de lo que se pretende este, pero
imposible de soslayar, es el conocido ciber-homicidio de 2001: Una Odisea
en el espacio (1969), de Kubrick, cuando el astronauta Dave
Bowman (Keir Dullea) desconecta a la computadora HAL 9000
en defensa propia. Pese a que el cerebro electrónico es homicida a su vez,
su lenta agonía y el modo en que intenta eludir la muerte manifiestan su
ansia por sobrevivir, es decir, su cualidad de ser vivo y con ella la condición
de asesino de Bowman. La entropía espacial, finalmente, no era distinta
de la terráquea.
Pero venía al caso este ejemplo, romo de tanta mención y manoseo de que
ha sido objeto, para explicar una certidumbre que el cine pareció descubrir
por casualidad: que el horror del arrebato de la vida está más presente
en quien mata que en quien llora la pérdida. Quizá el plano más ilustre
de la más ilustre película de la historia del celuloide, según el demócrata
e ilustre veredicto del público, es el contraluz de Michael Corleone
(Al Pacino) mientras escucha la estampida del asesinato de su hermano
Fredo (John Cazzale), que él ha ordenado, en El
Padrino. Parte II (1974) de Francis Ford Coppola.
Amor fraterno
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La interpretación cristiana más benevolente diría que el pesar de Michael
proviene de la culpa, algo razonable considerando la acreditada tendencia
a la superstición que adorna a la mafia italiana, reflejada en la
escrupulosa escenificación de rituales. Sin embargo, tampoco sería
insensato pensar que esa pesadumbre procede del peso del ejercicio de ese
ominoso poder sobre el prójimo y de la consciencia del acto funesto y trascendente
que supone la irrevocable sentencia de esa ejecución.
Y los hay que se declaran en pública rebeldía. Esa insubordinación,
anhelo de inmortalidad, es, antes que una expresión de temor a la negación
del ser, una aspiración de conservar cada fragmento de una experiencia condenada
a perderse. Roy Batty, el replicante genético Nexus 6 que
interpreta Rutger Hauer en otro clásico, Blade Runner (1982),
de Ridley Scott, define de forma certera esa insubordinación
ante el acabamiento, primero en un gesto, al atravesarse la mano con un
clavo para experimentar dolor, cualidad esencial de la vida, y luego, de
viva voz, al recitar ese poema terminal, trasunto, ya se ha dicho aquí,
de unos versos de Arthurd Rimbaud. Rick Deckard (Harrison
Ford) escucha en un silencio ceremonial el testamento, haciéndose receptor
y heredero del intento de perpetuación de quien intenta transmitir
aquello que ha visto y vivido como único consuelo ante su ocaso.
¿A quién alcanzará antes el
tiempo?
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El director italiano Nanni Moretti optó por tratar la muerte desde
una perspectiva mucho más ambiciosa, en su declarada falta de pretensiones.
Incapaz de abordar lo que es por definición inexplicable, en La habitación
del hijo (2001) narra el trauma de una familia cuyo hijo adolescente,
Andrea (Giuseppe Sanfelize), muere ahogado mientras practicaba
submarinismo. El esmero con el que Moretti retrata la descomposición
emocional de sus padres y hermana, sin paralelismo conocido en el cine reciente,
y la desesperada búsqueda por hallar sentido a lo ocurrido, concluye sin
respuestas ni soluciones. Lo accidental y caprichoso de la muerte del muchacho
no es dibujado atendiendo a la impresión del que ve llegar su desenlace,
como en los casos antedichos, sino que se describe desde la imposibilidad
de quienes componen su entorno afectivo para digerir esa desgracia. El joven
desposeído hacia la nada se lleva con él cualquier cimiento sobre el que
su familia pudiera reconstruir una existencia soportable. Aunque en Moretti
no hay voluntad de ofrecer consuelo o paliativo, el tenue optimismo de su
final revela que, por encima de cualquier otra consideración, la vida se
abre camino e insufla al luto de los que nada esperan el aliento de su secular
misión como individuos y como especie: seguir vivos.
Ese cometido único, registrado de forma indeleble y prehistórica en los
códigos genéticos, debe vérselas con el capricho y la fatalidad, es decir,
con la certeza de la desaparición. Si lo más probable es la muerte, dice
la ciencia, caminamos por el filo de la navaja de la desviación estadística.
Y a veces el cine acierta a expresar que somos una infinitesimal probabilidad,
temerosa de que el balance de la ecuación brote de cualquier avatar, o la
entropía haga su paciente trabajo para devolver el equilibrio al sistema.
Están las cosas para andar firmando hipotecas.
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